Aventuras geográficas (9) El país más extraordinario que el sol visita en sus rondas (6/15)













El país más extraordinario que el sol visita en sus rondas (6/15)

15 de abril 2017
Jodhpur-Jaisalmer

Aunque la claridad es lo que me despierta, de todas formas pongo el despertador del celular. Se podría decir que este viaje es intenso, pero como no me estoy acostando tarde, ya a las 10:30 de la noche estoy en la cama, el sueño es reparador. Además me levanto con la emoción de lo que el día deparará. De nuevo al comedor de las arcadas, un desayuno tipo americano y listo. Para el día el plato fuerte es el fuerte de Jodhpur, no sin antes visitar el mausoleo Jaswant Thada y enfilar hacia las 13 de la tarde hacia Jaisalmer, la ciudad dorada.

Jaswant Thada es el mausoleo que un hijo le dedicó a su padre, en este caso un memorable maharajá de Jodhpur que gobernó a finales del siglo XIX. Como ya he comentado, en India hay decenas de espectaculares edificaciones que casi alcanzan a su hermana mayor, el Taj Mahal. De hecho Jaswant Thada está construido con el mismo mármol blanco del Taj Mahal y tiene el sobrenombre de “El Taj Mahal de Mewar”, como se le denomina a la región. Está rodeado de jardines y otras pequeñas obras y como está situado en una pequeña loma, tiene vistas hacia la ciudad y al fuerte. Si en Udaipur la apreciación de la ciudad se realiza a nivel de calle y por espacios limitados, Jodhpur tiene más planos y alturas, siendo muy escenográfica.

Rudyard Kipling describía el fuerte Mehrangarh de Jodhpur como “un palacio que podría haber sido construido por los titanes y coloreado por el sol de la mañana”. Se levanta como un coloso sobre una colina de más de 125 metros y domina la ciudad. Sus medidas son descomunales, con paredes que se alzan decenas de metros y su puerta de entrada me llama la atención por unos enormes y desafiantes pinchos de metal, que para detener cualquier elefante que quisiera derribarla. Si por fuera parece salido de una película de ciencia ficción futurística, por dentro alberga patios con fachadas de un detalle palaciego e interiores de las mil y una noches. Y desde sus ventanas (otra vez, esas ventanas que jalan a ver hacia fuera y admirar el entorno) uno echa miradas a la ciudad con sus manchas azul añil, mientras a lo lejos, hacia el horizonte, se percibe el perfil del palacio Umaid Bhawan que visité ayer. En realidad uno podría quedarse dos o tres días más para descubrir y sentir estas ciudades tan vibrantes, pero en esta ocasión no tenía otras alternativas.

Nos adentramos al desierto del Thar, en dirección a Pakistán. El paisaje circundante de Udaipur y Jodhpur es de suaves colinas con una selva que me recordaba la de Yucatán, no sé si igual es caducifolia, pero no es exuberante y voluptuosa, a no ser que lo sea en la época de monzones. De nuevo unas 5 o 6 horas de carretera para llegar a la próxima ciudad. En el camino platicaba mucho con Lashkman quien me compartía el alma profunda de la India. Cosas que me guardaba y analizaba luego en la noche, sobre la sociedad de castas aún vigente, el gobierno, sus religiones, aspiraciones, visiones y apreciaciones de la vida, mientras mi vista se perdía en el inconmensurable horizonte árido no definido por la calima, con unos árboles aquí y allá, bajo los cuales se arrellanaba alguna cabra.

Llegamos como a las 6 de la tarde a Jaisalmer. Para sorpresa mía, no pararíamos en el hotel sino continuaríamos una media hora más, por un camino muy estrecho para llegar a una especie de asentamiento que en temporada alta funciona albergando turistas en como casas de campaña que se arman para la ocasión. Lo único que había en ese momento eran los pisos de cemento y uno que otro retrete. Este paseo yo no lo tenía contemplado pero la había incluido la agencia de viajes. Consistía en dar un paseo en camello por el desierto y luego una cena. La verdad es que creo que yo no resultaba una gran visita, ya que era el único al que recibieron. Pues nada, que di la vuelta en camello, claro, con su dueño guiándolo, por un rato en lo que caía el sol. Pude demostrar que sé algo de montar camélidos, ya que en lugar de estar a horcajadas como si fuera caballo, crucé la pierna izquierda sobre la parte delantera de la silla. En todo el derrotero me puse a platicar con el dueño, y me contaba datos curiosos de su camella (si, era camella) como que no se pierde en el desierto y puede regresar sola a su potrero. Recuerdo que su nombre traducido al castellano, significaba princesa. Bueno, al menos eso me dijo (el dueño, no la camella). Regresamos al campamento, no sin antes sacar mi ziploc al cual metí un puñado de arena.

Al alcanzar al asentamiento y con la noche encima, sobre la arena me esperaba una cena en una mesa con dos bancas paralelas. Platillos a base de verduras que acompañabas con ese tipo de tortilla grande de harina particular de la India. Tuve que rogarles que se sentaran a comer conmigo, ya que me resultaba incómodo estar en esa situación, con tres hombres y Lashkman viéndome comer. Accedieron y ya en confianza me preguntaron si quería una cerveza, a lo que accedí si ellos también la tomaban conmigo. Lo que yo no sabía es que uno de ellos se subió a un camello y las fueron a buscar quién sabe a dónde, ya que tardó como un cuarto de hora. Esa noche continué sorprendiéndome del alma india, de su modo de vida, sus costumbres, indagando sobre sus vidas. El que parecía el dueño del lugar o al menos el administrador, resultó, para estupor mío,  que era un rathore, esto es, perteneciente a un clan relevante en Rajastán, en la que históricamente han habido gobernantes y guerreros, y que solamente se pueden casar entre rathores. No sé porqué al despedirme de ellos me entró cierta tristeza. Uno comparte pequeños momentos del día con alguien, entras en sus vidas y vuelves  salir, y te percatas que no vas a volver a verlos nunca más. Que se vivió un momento particular irrepetible, y que luego, por ambas partes, las vidas continuarán sus rumbos, quedándonos con aquello que significó un pensamiento, una reflexión, pero sobre todo, una aportación.

Regresamos por el mismo estrecho camino ahora ya con cansancio. El hotel estaba a las afueras de Jaisalmer, en una urbanización más o menos reciente, y el edificio emulaba algún tipo de palacio rajastaní, una buena copia moderna con la misma piedra amarilla de las construcciones centenarias que vería al día siguiente. El lobby era muy amplio y con un interiorismo moderno y de buen gusto. Como de primer mundo. Luego salías a pasillos techados entre jardines y el cuarto era mucho mejor que los de Udaipur y Jodhpur. Y para mi alegría, había sobrecitos de té Darjeeling para degustar en el cuarto. Por viajar solo, cuando uno llega al cuarto, uno continúa dialogando con uno mismo en los pensamientos, no hay distracciones, y uno prosigue asimilando las experiencias. En medio del silencio y antes de caer profundamente dormido, fui sacando del “disco duro” de la cabeza, aquellas hazañas que alguna vez leí sobre los poderosos rathore.

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