El país más extraordinario que el sol visita en sus rondas (7/15)
16 de abril 2017
Jaisalmer
Hoy todo el día se dedicaría a visitar la “Ciudad Dorada”.
Creo que es el lugar más remoto al que he llegado, diría que estaba
literalmente al otro lado del globo terráqueo y que la distancia a Mérida
sería igual si seguía viajando hacia el poniente o si me regresaba hacia el
oriente. De hecho me causaba un cierto placer de globetrotter ver en el google maps que me
localizaba a unos cuántos kilómetros de la frontera con Pakistán.
La
mañana estaba luminosa y la piedra arenisca amarilla predominante de la ciudad
la hacía parecer un gran lingote de oro en medio del desierto. El fuerte se
alza dominando la zona y tengo entendido que ha estado habitado desde hace más
de ocho siglos. La ciudad tuvo su momento de esplendor como centro de comercio
por el paso de las caravanas en su camino hacia Arabia, Persia, Egipto y
África. Fuimos al palacio del fuerte, con hermosos detalles tallados en piedra,
que más que parecer el trabajo de un orfebre, era más de una tejedora de
crochet. El trono y otros muebles aledaños eran de plata pura (y que
les hace falta una buena pulida, que brillosos no están). Estos palacios
rajastaníes son laberintos de cuartos, escalinatas, patios que abren y cierran
hacia el cielo y hacia los paisajes del rededor. Cerca del palacio estaba otro
de los puntos interesantes del lugar, los templos jainistas e hinduistas. A la
mitad de proporción que Ranakpur, el templo principal era un relicario en piedra
dorada, llamándome la atención entre los motivos ornamentales la presencia de
sinuosos cuerpos humanos danzantes. Todo muy limpio y los
pisos de piedra mostraban un brillo de tantos pasos que han circulado por
ellos.
Salimos
de la fortaleza y nos encaminamos hacia la zona de los havelis, las casas de
los antiguos ricos mercaderes de Jaisalmer. Las fachadas denotan un nivel de
trabajo espectacular, con balcones como hechos de encaje almidonado. Entramos a
uno, convertido en museo, y uno se percata de la voluptuosidad y riqueza de sus
habitantes, con paredes pintadas con inclusiones de espejo y azulejos, en donde
no puede uno decir que reine un solo color en techos, pisos y muros.
Si
mal no recuerdo, regresamos al hotel ya que antes de comer, me metí a la
piscina, que se sentía un fuerte calor y hasta el aire era caliente, situación que corroboré
en el celular: ¡estábamos a 45º C! La ventaja, si pudiera decirlo, es
que no había humedad, y creo que es más agobiante unos 41º en Mérida que 45º en
Jaisalmer. Aunque claro, el calor, es el calor.
Para
la tarde quedaba por visitar los cenotafios a las afueras de la ciudad. Estos
“chahtris” son unos pabellones levantados sobre las plataformas en donde fueron
cremados los cuerpos de los grandes personajes de la ciudad. Es como un
cementerio real. Fue cuando me percaté de la forma de esos aleros en forma de
media luna invertida que coronan las ventanas o entradas en las edificaciones
relevantes que había visto en esos días, y con las pilastras que comenzaban
anchas y luego se adelgazaban un poco, me recordaban la silueta de un elefante.
Me quedaba más claro con estos cenotafios. Unos cabras negras cruzaron entre
los “chahtris” mientras el sol, como una gran bola naranja se desdibujaba por
el horizonte brumoso.
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